Justicia
Flores en la carretera
Dos fuertes golpes en la puerta la sobresaltaron. Se levantó lentamente para abrir; por su forma de llamar, sabía que era la policía, habían venido tantas veces…
El agente Pardo estaba solo. La miró sin hacer peguntas. En la tensa serenidad de ella encontró la temida respuesta. Claro que necesitaba ayuda, como todas las veces que habían visitado el domicilio y, al salir, su compañero comentaba: «Un día la mata, te lo digo yo, está cantado». Y al agente Pardo se le encogía el estómago porque sabía mejor que nadie que era verdad.
Otras veces, ella, llorosa, se había precipitado a la puerta en busca de socorro. Una ayuda que se limitaba a las intervenciones de la policía, a la detención de Juan por una noche en el calabozo de la comisaría. «No se puede hacer nada más sin pruebas», le decían o «Lo sentimos, la justicia es así de lenta».
Pero esa mañana, en la casa olía a pólvora y sangre y, aunque no parecía tener urgencia, su mirada llena de amargura, de sufrimiento, de aceptación y rencor le pedía más que nunca auxilio.
Celia Fernández había disparado cinco veces antes de soltar el arma. De las cinco balas, cuatro dieron en el blanco; la otra quedó incrustada en la pared después de atravesar el marco en el que durante una década interminable había permanecido su foto de boda. Ironías del destino, con la rotura de aquella imagen terminaba su matrimonio; con ella y con los sorpresivos disparos que acababa de acertarle a su marido.
Había ocurrido todo tan rápido que no tuvo tiempo de reaccionar. Se sentó en la butaca y vio crecer el charco de sangre. Por suerte para ella, había caído boca abajo y no le veía la cara, ese semblante que la conquistó y que podía, ahora lo sabía, transformarse en la más aterradora de las miradas. La mano de Juan seguía sosteniendo el cuchillo de cocina con el que solía amenazarla. Y ahora, en aquella quietud grotesca, Celia encontraba la paz anhelada, la liberación.
Como en una película, vio pasar a gran velocidad la primera bofetada y la primera disculpa, las borracheras, las palizas, los «te voy a rajar» y «¿dónde te metes, puta?», las noches en vela, el miedo, las pesadillas, las violaciones.
El agente Pardo, movido quizás por un presentimiento, había llegado solo, dispuesto a enfrentarse a su pasado, a unos recuerdos que el tiempo no había podido borrar. Esa mañana, si la comparaba con la de hacía más de treinta años, el final había sido distinto porque la víctima había ganado, pero la muerte, el olor de la tragedia flotando en el ambiente, siempre parecía la misma.
«Esta vez no puedo fallarle», pensó el agente, y con ese pensamiento entró en la casa. El hombre yacía en el suelo, allí mismo, y no tuvo duda de que estaba muerto.
—¿Dónde están los niños?
—En la escuela, no tardarán en llegar.
—¿Tiene a dónde ir?
—Ahora sí —asintió aliviada— puedo ir a casa de mi madre.
—Recoja rápido sus cosas y la de sus hijos.
Ella obedeció como una autómata. Fue a su habitación, llenó una bolsa con ropa y después, entró en la de sus hijos e hizo lo mismo. Mientras tanto, el agente Pardo recogía el arma, le limpiaba las huellas con un pañuelo y la empuñaba presionándola con los dedos antes de metérsela en el bolsillo. Después, se sentó en la butaca mirando fascinado el cadáver y encendió un cigarrillo.
Celia, todavía conmocionada, volvió al salón con una bolsa en cada mano. El la observó, reconociendo en ella un sinfín de gestos familiares y lejanos: la misma delgadez extrema, los cabellos desteñidos y, sobre todo, aquella mirada sobrecogedora que lo transportó a su infancia.
Y, como en una película, vio pasar a gran velocidad la primera bofetada y la primera disculpa, las borracheras, las palizas, los «te voy a rajar» y «¿Dónde te metes, puta?», las noches en vela, el miedo, las pesadillas, las violaciones. Y después de suspirar con alivio, ya no tuvo duda de que hacía lo correcto.
Rosana Román
Relato del libro Punto y Karcoma
Colección Alquitara 2006
Editorial Hijos del Hule