El inspector
La sombra recortada ante el ocaso anunciaba la llegada del inspector Ceballos. Al verle avanzar por el callejón con andares de perro cansado instintivamente di un paso atrás. Casi tropecé con el cadáver. Mi superior, el teniente Rodríguez, me fulminó con la mirada.
Era mi primer encuentro con él. Constaté que, a pesar de su corta estatura, el tipo imponía. Espaldas anchas, ceño fruncido y comisuras labiales en descenso.
Saludó con una tos seca como un desierto.
—Es todo un honor tenerle por aquí —dijo mi teniente.
—La víctima no opinará lo mismo —replicó.
Mi teniente reaccionó de inmediato ofreciendo una disculpa que sonó tan convincente como artera. El inspector dejó correr unos segundos antes de aceptarla con un sólido apretón de manos. De seguido, dio un paso al frente para examinar el cuerpo.
Me puse a su lado.
Era una especie de leyenda, vetusta para la gran mayoría, no así para mí. Poseía un olfato especial, casi sobrenatural, para resolver crímenes violentos. Yo estudiaba sus casos con fervor y tenerle a mi lado, observarle trabajar en primera línea suponía un placer culposo, por eso me sentí capaz de interpretar sus pensamientos.
«Mujer. Treinta y cinco años. Causa de la muerte: homicidio por arma blanca. Las múltiples laceraciones repartidas por el cuerpo habían convertido su otrora atractivo en carne picada».
—Esto es personal —dijo.
No fui capaz de anticipar la conclusión, a todas luces certera, así que memoricé la palabra.
«Personal».
De seguido, se llevó una mano en la boca y, sin apartar la cara, tosió. Luego hurgó por los bolsillos del pantalón y profirió una apagada palabrota. Antes de que pudiera decir nada más, me adelanté a ofrecerle un cigarro. Al corroborar que se trataba de una cajetilla de Fortuna —su marca preferida, lo había preparado esa misma mañana— el inspector entornó los ojos.
Titubeó antes de lanzarse a extraer uno.
—Es el escenario de un crimen —nos reprochó mi teniente.
El inspector retiró la mano al tiempo que tensaba sus ya de por sí duras facciones y, como si hubiera admitido la derrota —¿una retirada a tiempo no se consideraba una victoria?—, me lanzó una mueca apretada.
—Acompáñame, pimpollo.
Tardé un segundo en seguirlo hacia la calle donde las luces de las farolas rasgaban la apremiante noche. Allí le volví a ofrecer un cigarro. Lo prendió y, tras la primera calada, dijo:
—¿Por qué lo has hecho?
Ahí lo tenía, delante de mí: el infalible olfato del inspector Ceballos.
Una sonrisa se apoderó de mi rostro.
—Quiero ser como usted.
Me respondió con un silencioso gesto de apiñar los labios sobre la boquilla y dio una calada profunda, de las que avivan el fuego y consumen el envoltorio. Exhaló. El humo me golpeó en la cara con desprecio, como si quisiera decirme que jamás lo conseguiría.
Pero se equivocaba, porque yo iba a ser mejor.
Tosió. Una vez. Dos. A la tercera los dedos que sujetaban el cigarro temblaron.
La incandescencia de la ceniza perdió brillo.
El inspector se desplomó.
Me acerqué a comprobar la ralentización del pulso —la toxina botulínica actuaba rápido—, y una vez que constaté la ausencia de latidos, aplasté el cigarro y lo guardé en la cajetilla.
Con calma, regresé por el callejón. Tenía meditadas las palabras con las que informaría a mi teniente de tan inesperado deceso.
Y no solo eso.
Pronto comentaríamos mi ascenso a inspector.
Muy bueno e inesperado. Se ve, se huele…